Era el 22 de junio de 1986. En desarrollo el Campeonato Mundial de fútbol 1986. El estadio Azteca en ciudad de México. Yo, por entonces, un mozo en mis 28, solo en mi apartamento en barrio Miraflores, en Guadalupe de Goicoechea, ahí por las inmediaciones de lo que todavía llamamos “la rotonda del Gallito”. En el televisor el partido Argentina-Inglaterra. Yo lo vi. Aunque no estuve en el estadio, lo vi. En el instante mismo en que el prodigio tuvo lugar. Vi cuando Diego Armando Maradona tomó la bola y, luego, uno a uno fue dejando regados en el camino a todos los jugadores ingleses hasta marcar el gol, en un despliegue de arte y genialidad, tan insólito como deslumbrante. Si acaso Luciano Pavarotti con su Nessun Dorma o Montserrat Caballé con su Casta Diva, podrían emocionarme igual. Desde entonces amé a Maradona. A pesar de todo lo amé, y jamás pude dejar de amarlo, ni siquiera cuando dijo que Costa Rica haría el ridículo en Brasil 2014. Era Maradona. Tuve que perdonárselo.